RELÁMPAGOS EN EL SÓTANO

Fotografias de Toro

Por Guillermo González Uribe

De pronto aparece este ser de un metro con noventa de estatura, tacones de veinticinco centímetros, un ojo verde y el otro rojo, que dejan entrever su tierna mirada; el pelo morado en punta comouna gran cresta, pintura azul y roja que cubre su cara y pedazos del cuerpo, un pantalón de cuero que

deja ver parte del trasero, uno que otro adorno de metal en su cara, en su cabeza, y colores y más colores por todas partes. Todo esto, más el chaleco con flecos que lo deja medio desnudo, lo hace ver como indio pielroja americano cruzado con punk elegante. «Arroba», como le dicen en las noches de Barcelona, dobla la canción «Piensa en mí», en versión de Toña la Negra, mientras docenas de personas dejan a un lado la sofisticada comida del café Miranda, situado en la calle Casanovas número treinta, para mirarlo con fascinación. Al terminar la canción se acerca a nosotros. Me saluda con un beso en la mejilla. Las mujeres que hay en la mesa, con quienes estudio, Pía la colombiana, Ruth la brasileña y Leyda la bella venezolana, me miran con sorpresa. Ahora «Arroba» las saluda de beso, al igual que a los otros que nos acompañan, Xavier Font, su productor, quien también lo fue del grupo Locomía, ese que basa su show en el juego con abanicos, y su compañero, François, quien está de cumpleaños. Mientras esperamos a que comience la segunda tanda cenamos como los dioses, como se hace casi siempre en Barcelona. Ahora sale un drag aún más alto que «Arroba»; parece que toca el techo del restaurante con su cabeza mientras camina por el corredor, entre las mesas, desplegando un vestido de seda azul que va cubriendo a quienes se acerca. Voltea la cara y la sorpresa es total. Es un pájaro o, por lo menos, parece un pájaro de verdad; mueve el pico, canta y vuela con esa seda que queda suspendida en el aire varios metros. Aparece otro con marcados rasgos masculinos, cadenas y punzones que penetran su cuerpo. Esperamos a que «Arroba», nuestro drag queen, haga su segunda pasada y salimos. Toro, Hernando Toro Botero, el fotógrafo, por quien estamos aquí, no pudo llegar, pues a Mayte, su mujer, su productora y su alma, se le estropeó el carro y ellos viven en la playa, cerca del balneario de Sitges. Seguimos con ellos sólo Pía y yo. Vamos a la noche de Barcelona con los drags. Caminando algunas cuadras por esta ciudad llena de detalles, de cosas bellas casi insignificantes que le dan personalidad, arribamos a un bar gigantesco de tres ambientes. Llegamos con «Arroba», rey de la noche. No pagamos consumos, no pagamos entradas. Los drags mandan la parada. A medida que avanzamos, la gente se detiene para ver a «Arroba». De nuevo arranca a doblar canciones. Le siguen otros drags trajeados de las más particulares formas. Asistimos a algo así como una especie de erotismo light. Las cosas, los adornos, los gestos, todo está predeterminado, creado en forma artificial con el fin de producir reacciones en el obsevador. Los drags parecen encarnar lo que no hacen los otros, lo que los otros añoran. Son el show, el espectáculo, pero no están allá en la tarima sino cerca del espectador, a su lado. Pueden ser palpados, tocados. La gente les habla. Se les acercan. Les conversan. Los admiran. Les ofrecen tragos. Ahora «Arroba» baila con Pía, quien apenas mide un metro cincuenta y algo. Las miradas se detienen sobre esta singular pareja. La noche avanza al igual que nuestra marcha sobre las calles y los bares de esta ciudad, hecha como pocas para disfrutarla caminando. Uno y otro sitio. De nuevo la entrada, el doblaje, el baile, los tragos. Finalizamos ya al amanecer en una discoteca trance de varios pisos, en el cerro de Montjuich. Nos despedimos. Pía y yo caminamos, nos miramos. Ha sido una noche particular, una noche de goce y de sorpresas.

¿Dónde está Toro?

Semanas atrás hablé con Toro, el fotógrafo colombiano que vive en Barcelona, el de las series de retratos de la cárcel que le han dado varios premios y distinciones1. Dijo por teléfono: les tengo una cosa nueva; unas imágenes que les van a encantar. Quedamos de vernos en el sitio de encuentro de esta ciudad, el café Zurich, al comienzo del paseo de Las Ramblas. De entrada Toro saca varias fotografías. Quedo sorprendido. De nuevo, como con los presos, ha penetrado en los personajes, ha logrado extraerles algo más que una simple imagen plana, y ha contribuido a enloquecer aún más, si es posible, su apariencia. Un trago de brandy Torres 10 viene y otro va. Con Julio, escritor colombiano que habita Barcelona, lo interrogamos sobre su vida durante varios encuentros, unos en su casa, otros en el café. Toro, un dicharachero alegre y divertido, mamagallista, no se hace de rogar. Empieza hablando de cómo su relación con el arte comenzó barriendo la galería Belarca de Bogotá: «En ese tiempo Belarca era también boutique y vendíamos antigüedades, piezas hechas por Medina, el anticuario de Bogotá, en Paz del Río». De allí pasó a la galería de Estrella Nieto, donde vendía a los artistas del momento: Obregón, Botero, Ramírez Villamizar, Grau; «los trece artistas colombianos de hace 50 años, que son los mismos de ahora», ríe con sorna. En las noches se enrumbaban con Alejandro Obregón y hacían travesuras, como colgar al revés una exposición de Luis Caballero, porque a Obregón le parecía que los cuadros se apreciaban mejor así.

«Yo vendía una loca preñada —agrega. Fui campeón mundial de la técnica del clavo; iba y le colgaba el cuadro que le gustó al paciente y se lo dejaba ahí, encima de la chimenea; no se preocupe, le decía. Volvía a la semana y ya no quería devolver el cuadro».

Toro vivió a fondo la que recuerda como una época dorada en Bogotá. Cuenta historias, anécdotas con Bernardo Salcedo y Álvaro Herrán. Habla de Hernán Díaz, de las minifaldas de Dora Franco. Relata cómo le vendieron a una señora un cuadro de Obregón con girasoles amarillos, y a la amiga de ella uno con girasoles fucsia, para que les salieran a las dos con los muebles de sus casas; claro, con la complicidad del artista. «En esos tiempos Bogotá rodaba de la calle 19 a Chapinero, y era la misma gente. No como ahora, que los del norte no se ven con los del centro, jamás».

Luego vino la época de las boutiques. Se enamoró de una azafata, «pero en ese entonces, no sé ahora, las azafatas ganaban muy mal, así que para sobrevivir tenían que traer contrabandito. Las corbatas de dólar de los judíos en Nueva York, las vendía yo en Bogotá. Mi amiga vivía con otras tres azafatas, así que cuando bajaban del avión yo les tenía los dólares listos y luego surtía a las principales tiendas de Bogotá. Un día me encontré con tanta corbata, tanta bufanda, tanta loción, tanta mierda en el apartamento, que me tocó poner una boutique. Terminé vistiendo al jet set de Bogotá, que por cierto andaba muy mal trajeado».

Finalmente, Europa. Negocios por aquí y por allá, aventuras y trotes en la vida que lo llevan a centrarse en algo, y lo hace en la fotografía. «Todo al final se junta», dice Toro. El trabajo con los artistas le aguzó su sentido estético. En las boutiques aprendió cómo se pone bien un trapo. La experiencia de Dora Franco y de varias amigas modelos le dio elementos para manejar a quienes retrata, «las películas de Diego León Giraldo, las cajas de Salcedo. Ser amigo de Hernando del Villar, de Manolo Vellojín. Haber conocido a Manzur, a Darío Morales y a todos los otros que la memoria me aparta ahora. Me debo, en lo bueno que tengo, un poco o mucho a ellos. Aquí en Europa, ahora, he pasado por el ojo crítico. He estado colgado al lado de Chillida, de Tapiés —se ríe, mira con picardía—; bueno con Tapiés, por la t de Toro, nos cuelgan juntos».

Barcelona de noche

Para Toro, Hernando Toro Botero el de Supía, el nieto de don Alejandro Toro Ochoa el que tenía minas de oro y ganado y café, su oficio es algo sencillo: «Ya han dicho tanto de la fotografía, que no vale la pena ponerse a especular… Es, simplemente, un relax, un modo de pasarla bien, de pagar el arriendo de mi casa y de sentirme importante. Es algo vital, y también una manera de respetarse uno, ponerse sus metas y ser su propio patrón; que no lo marque a uno el horario porque eso es muy fácil. Es mejor el reto, ver cada día qué es necesario hacer y qué se propone uno hacer. Aprendí muy temprano que no había que ser empleado toda la vida». Toro es un acelerado, un embalado. «Cuando estoy tranquilo me siento rarísimo. Me acostumbré a estar nervioso y a vivir nervioso». Para él la vida es constante adrenalina.

Las series de la cárcel lo potenciaron.  Agotada esa etapa, buscó nuevos caminos y, las cosas en la vida, Toro se las ha encontrado viviendo. Ahora está trabajando sobre los personajes de la noche de Barcelona.  Empezó con los drags, y seguirán travestis, habitantes de la noche, transformistas.  «Se ha corrido la voz entre la gente de la

noche sobre el trabajo que estoy haciendo y, como todos se conocen,  me han hecho varias propuestas».  A losdrags llegó por un amigo de Barcelona que tiene un sitio nocturno y lo invitó a participar en un performance en el que necesitaban un fotógrafo. Toro, que nunca ha sido fotógrafo de cámara en el pecho, fue al show y lo único que pudo hacer fue lo que ha hecho siempre: iluminar e ir componiendo a los drags para fotografiarlos. De allí pasar a tomarlos como tema fue sólo un paso: «Después de hacer una obra tan fuerte como la de la cárcel, era difícil encontrar algo que me llenara. Poco antes de hallar a los drags me dio por hacer el Caribe colombiano, con esos paisajes tan exuberantes pero, como siempre, terminé haciendo retratos».

Toro afirma que lo suyo es el retrato. Y con los drags es de nuevo el retrato, sin salirse de su línea de personajes fuertes, marginales y especiales. Claro, para sobrevivir, con sus cámaras hace matrimonios, bautizos: «Lo que me da para vivir es la astucia de cada día —dice, no sin cierto orgullo de paisa echado para adelante—; he realizado catálogos de vestidos de novia, fotografías de gentes con sus mascotas; de todo un poco».

Toro, el fotógrafo

Durante parte de su vida profesional contó fotogramas, hasta que los pesó y tenía veintitantos kilos de negativos. Ahí paró. Los negativos los cuida como lo que son, material precioso. Las copias las va dejando por donde pasa. En el restaurante de Manolo, en Munis del Rey, hay cerca de cien fotografías que el joven propietario del establecimiento ha recuperado siguiendo el rastro por donde pasa Toro exponiendo. A Luis Ospina, el cineasta, una noche le dejó una tarjeta para que recogiera una fotografía de la serie de la cárcel, porque le pareció que tenía una sensibilidad especial. Donde Alba Lucía Ruiz también hay fotos suyas. Adán, el gitano que recorre pequeños pueblos en una furgoneta donde transporta alimentos y chucherías, lleva colgadas dentro de su carro las fotos que le ha hecho Toro. «Es una exposición itinerante», dice mientras sonríe.

Lo de Toro son los temas duros. La serie de enfermos terminales de sida. Los personajes recluidos en el psiquiátrico. Los presos. Los marginales tercermundistas en España. Su secreto con los modelos es el canje. Le posan a cambio de fotos tradicionales que él les hace a sus modelos para enviar a sus familias.

Varias veces intentamos llevarlo a contar cómo trabaja, hasta que se suelta: «Yo sigo la foto desde el momento en que la imagino. Entrecierro los ojos y sé cómo va a quedar. Me gusta andar libre con la cámara, sin cables. El blanco y negro lo trabajo yo mismo. Cierro mucho el diafragma y uso un lente de 85 milímetros». Revela él mismo, cuida hasta el último detalle. Su labor creativa continúa en el laboratorio, pues allí juega con diafragmas y con filtros; «yo te saco un poro, una gota de agua», dice con seguridad y orgullo. Y trabaja con negativos de 35 milímetros, que le permiten ir con cámaras livianas, pero se esmera por alcanzar calidad, nitidez. Añade, de nuevo con altivez: «A veces he pegado gritos en el laboratorio viendo un positivo mío; me he sorprendido con fotos. Cuando cojo la cámara, me acuerdo de la vez anterior y digo, esta vez no me puedo equivocar, esta vez lo tengo que hacer mejor. No me place encontrarme la fotografía, yo la hago; por eso prefiero el estudio».

Ahora es un río de palabras. No se detiene: «No me gusta que me conozcan físicamente como soy, que me vean la cara. En las exposiciones me encanta caminar detrás de la gente y escuchar. Me he encontrado con sorpresas muy agradables; por ejemplo, siempre he dicho que mis fotos son horribles, que impresionan mucho; se siente uno mirado, observado, como si le estuvieran clavando los ojos. Mis modelos están mirando, pero no a una cámara; están mirando más allá. Te están mirando a ti en el pasado, ahora presente, pero te están observando y a ti te queda eso, ese flash. El que la persona diga, huy qué susto, o huy qué horror o ese solo huy; que te diga algo esa foto. Entonces es bonito ir detrás de la gente y escucharla: eso me ha enseñado a hacer mejores fotos».

Toro sigue: «Todo el mundo pone cara de foto. Lo importante es hacer que se olviden del fotógrafo, porque intimida. El problema es que el fotógrafo generalmente está disfrazado de fotógrafo. Va con chalecos llenos de bolsillos, con cámaras en el pecho. La cámara hay que sacarla y click. La gente está prevenida. Lo importante no es sólo lo que tú ves sino que esa persona se guste, que vea que sí le captaste lo mejor de él. Lo apropiado es hablar, y disparar el flash; cuando la gente se acostumbra, se relaja. Muchas veces he disparado el flash solo y luego sí hago fotos. Disparos falsos. Y si sabes un poco de él, del personaje, ya lo tienes encerrado».

Estamos en la casa de Toro. El teléfono suena. Es Aníbal, a quien Toro conoció en el laboratorio cuando fue a recoger sus primeras fotos de drags. Se ponen una cita. Claro, en el Zurich, el miércoles próximo. Nos cuenta que es un personaje maravilloso de quien hará una serie.

Ese miércoles, Toro me ha quedado de entregar la última serie de drags. Cuando llego a recogerla me presenta a Aníbal, quien en las noches es «Arroba», y a su representante, Xavier. Ellos ven la revista, los libros de Número y me invitan a un show de drags en el café Miranda.

Nota

1. Hernando Toro fue el único extranjero incluido en la exposición itinerante y en el libro 150 años de la fotografía española, con cinco imágenes, y obtuvo en 1995 el sexto premio Foto Prix de Europa, entre más de dos mil fotógrafos del mundo. Ver imágenes de la cárcel en revista Número 12.

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