DIVERSIDAD CULTURALY ANIQUILACIÓN DE LA DIVERSIDAD

Por Guillermo González Uribe
Imágenes de Carlos Santa

Sobre el mercado y la cultura, en la primera parte, y la aniquilación de quienes encarnan la diversidad cultural —negros, indígenas, mestizos— a manos de los actores armados del conflicto, en la segunda, trata este texto escrito a partir de la intervención del autor en el III Seminario André Malraux, que tuvo lugar el pasado mes de mayo en el Museo Nacional de Bogotá, organizado por los ministerios de Cultura de Francia y Colombia.

GUILLERMO GONZÁLEZ URIBE. Periodista y editor. Fue coordinador editorial del «Magazín Dominical» de El Espectador en los años ochenta, director de la revista Gaceta de Colcultura a comienzos de los noventa y director de la revista Número desde hace doce años. Premio Planeta de Periodismo 2002 por su trayectoria profesional y su libro Los niños de la guerra. Premio Media 2001 de Latin American Studies Association (Lasa). Medalla al trabajo de crítica cultural, Festival Internacional de Arte de Cali 2001.

Desde Colombia se pueden hacer varias lecturas sobre la diversidad cultural. Dos fundamentales: una pasa por la necesidad de impulsar políticas culturales que respalden la declaración que se va a discutir en la Unesco en octubre del presente año, en la que se afirma, «por primera vez en el derecho internacional, el derecho soberano de los países a tener sus propias políticas culturales y el carácter específico de los bienes y servicios culturales, es decir, que no sean sólo productos de mercado, sujetos a las leyes del mercado»1. La segunda tiene que ver con la urgente necesidad de preservar las culturas colombianas que hoy son objeto de exterminio por parte de los actores de la guerra que vive el país. La diversidad cultural de Colombia tiene varias fuentes de gran riqueza: cerca de 70 comunidades indígenas, buena parte de ellas con idiomas propios, medicinas tradicionales de riqueza insustituible, sistemas de pensamiento milenario, complejo y elaborado; comunidades negras con raíces en África, con herencias religiosas y musicales de incalculable valor; mestizos con tradiciones originadas en diversos continentes, todo lo cual da como resultado un país mestizo por excelencia, multiétnico y pluricultural. Tal como lo señalan algunos pensadores, «La diversidad cultural se manifiesta por la diversidad del lenguaje, de las creencias religiosas, de las prácticas del manejo de la tierra, en el arte, en la música, en la estructura social, en la selección de los cultivos, en la dieta y en todo número concebible de otros atributos de la sociedad humana»2.

La cultura no es sólo mercancía Cada vez se abre camino con mayor fuerza en algunos ámbitos que las manifestaciones y productos de la diversidad cultural no pueden medirse ni tasarse con los mismos patrones de otros bienes de consumo. La música, el cine, las series de televisión, las plantas, las fiestas populares, las diversas formas de ver, entender y vivir el mundo no deben dejarse simplemente en manos de las leyes del mercado, que privilegian los productos y las formas de vivir de la cultura hegemónica que, a través de gigantescos aparatos transnacionales de mercadeo y difusión, impone su visión de cultura, sus concepciones del mundo y de la vida. Canadá, España y Francia, entre otros países, han dado fuertes peleas por la defensa de sus manifestaciones culturales, frente a la aceitada maquinaria de las industrias culturales estadounidenses. A lo largo de la historia de la humanidad se ha demostrado que los avances, las transformaciones y el crecimiento de los pueblos están afincados en buena parte en el intercambio cultural; que se valora la riqueza de cada cultura al verla frente a otra; que los intercambios y fusiones producen manifestaciones que de otra manera serían impensables, como el jazz, la salsa, la moda, las recetas de cocina, las teorías filosóficas, los cruces y desarrollos literarios, las producciones cinematográficas, los montajes teatrales, los carnavales y las fiestas populares, al igual que las invenciones de la ciencia y la tecnología. Pero para que sean posibles estas fusiones e intercambios, se requiere que permanezcan, se consoliden y se desarrollen las manifestaciones propias de cada cultura. Si se dejan en manos del mercado, sólo sobrevivirá lo que valoren esas leyes del mercado que potencian los productos de quienes tienen mayor poder económico y mayor poder de llegar, por medio de sus canales, a las más diversas regiones del planeta. Ellos imponen las condiciones y, si les interesa algún producto de la periferia, imponen las modificaciones necesarias para convertirlo en lo que ellos consideran un producto fácil de vender. Pocos artistas se atreven o logran mantener su estilo frente a las exigencias del mercado; otros se convierten en mutantes que se pliegan a las exigencias de los productores para conquistar mercados. Es necesario, entonces, luchar por acuerdos que preserven la diversidad cultural, privilegiando en cada país políticas que defiendan la labor de creadores, culturas y manifestaciones propias, provenientes de formas particulares de relacionarse y de habitar los territorios. Periodismo y consumo Cada vez resulta más necesario hacer entender a los estados y a los empresarios que la cultura tiene cualidades intrínsecas que aportan elementos propios e identidad que no dan otros elementos o productos, por más riqueza que posean. Voy a hablar de algunos ejemplos de lo que más conozco: el periodismo. A mediados de los años ochenta, cuando hacíamos el «Magazín Dominical» de El Espectador, revista cultural que llegó a tener 370.000 ejemplares semanales, uno de los directivos de la parte administrativa del periódico, preocupado por los costos de la revista y sin que le bastara que desde que reformamos el «Magazín» éste había subido el tiraje dominical del periódico en 70.000 ejemplares, me llamó y muy serio me preguntó: «¿Cuál es la importancia para el periódico de que se publique el “Magazín Dominical”?». Le respondí: «No sé si sea importante para usted que en este “Magazín”, hace varias décadas, publicó su primer cuento un joven escritor llamado Gabriel García Márquez». Y le dije que ese era el mayor valor agregado que tenía El Espectador. Él sonrió, al parecer comprensivamente, y no respondió nada, pero un tiempo después El Espectador cerró definitivamente su suplemento cultural, y luego sus ediciones diarias. A los empresarios del periodismo, que en buena parte ya no son periodistas sino sólo gerentes que responden a las leyes de la oferta y la demanda, la cultura no les importa. Así se demuestre, como en el caso de ese «Magazín», que además de todo era rentable. Porque incluso, pese a que no dé pérdidas y arroje alguna ganancia económica directa, no es prioritario el periodismo de fondo, que investiga, reflexiona y tiene un manejo estético del lenguaje; que abre caminos, aporta ideas, toma posiciones y se arriesga. Lo que interesa es lo que dé mayor rentabilidad en el menor tiempo posible; por eso se centran en lo superfluo, lo que sea fácil de consumir: chismes, tetas, culos o el amarillismo. Son opciones de vida y de trabajo, pero es triste ver al periodismo caer en la banalidad, ver talento creativo desperdiciado y grandes empresas de comunicación dedicadas simplemente a difundir la estupidez para ganar dinero. Todo parece indicar que la mentada frase de la responsabilidad social del periodismo con el país no existe para buena parte de los profesionales y de los medios, y que el cacareado compromiso social de los sectores dirigentes con la construcción de ciudadanos críticos, pensantes, reflexivos y participantes es apenas un embeleco.

Más allá del mercado Volviendo al mercado, hay que insistir en que los productos culturales no pueden estar sujetos solamente a sus leyes. Poniendo el ejemplo del periodismo y de las revistas culturales, si para pautar en ellas sólo se tomaran en cuenta los estándares de las publicaciones masivas de consumo, no tendrían nada que hacer. Por eso cuando nos acercamos a una empresa o nos remiten a las agencias de publicidad, y preguntan que cuál es la penetración, que cuál es el tiraje, de entrada les decimos que hablemos otro lenguaje, que en esos términos no nos entendemos. Los bienes culturales hay que medirlos con otros parámetros. Por fortuna hemos logrado que empresarios y funcionarios tomen en cuenta el valor agregado de estas publicaciones, lo que circula por ellas, lo que representan, el público al que llegan y la permanencia que tienen en el universo de sus lectores. Hemos logrado que unos y otros valoren el hecho de que sus empresas y entidades estén presentes en este tipo de publicaciones, que tienden a convertirse en materiales valiosos por su forma y su contenido, que no pierden valor con el tiempo sino que lo ganan; que son objetos de colección que se cuidan. Así hemos logrado existir. Al parecer, de todos modos es necesario cuantificar los resultados de las acciones culturales, aunque me quedan dudas y preguntas: si Eduardo Zalamea Borda, quien estaba al frente del suplemento cultural de El Espectador en la época en que García Márquez presentó su primer cuento, «La tercera resignación», hubiera tenido a su lado a un mercadotecnista que lo obligara a seguir los resultados de las encuestas de medición de audiencias y mercados, quién sabe si lo habría publicado y si habría seguido publicando al entonces naciente escritor de Aracataca. En definitiva, para cerrar este aparte, cabe recalcar que hemos aprendido de experiencias propias y de otros países, y hemos logrado mostrar a empresarios y funcionarios sensibles, y con visiones más amplias, que invertir en cultura tiene sentido. Y hemos comenzado a manejar herramientas de mercadeo que, sin dejar a un lado la identidad, orientación, estética, espíritu crítico y profundo de estas revistas, nos permiten llegar cada día más a un público que buscamos en la red de múltiples ofertas del gran mercado. En el caso de las revistas culturales, para el país es importante que existan, porque frente a la muerte decretada de buena parte de los suplementos culturales de la prensa y a la banalización creciente de los medios masivos, nuestras publicaciones son el espacio para el ensayo de fondo y el cuento, para las series de imágenes y la poesía, para el pensamiento, la reflexión y la creación. Incluso algunos estados han adoptado políticas para respaldar las manifestaciones culturales que no son atractivas para el gran mercado. Por ejemplo, en España las revistas culturales tienen un apoyo estatal que les aporta una base, no para financiarse pero sí para contribuir a su sobrevivencia. Esto que ocurre en el campo del periodismo cultural lo podemos ver y analizar en las demás áreas de la cultura y el arte.

Aniquilación de la diversidad El otro aspecto relacionado con la diversidad cultural en el país es más complejo y dramático. Tiene que ver con la aniquilación sistemática de comunidades indígenas, campesinas y negras por parte de los actores de la guerra, y con el asesinato selectivo de líderes que ocurre en Colombia desde hace varias décadas. Esa gran riqueza que representa la diversidad de culturas que pueblan el territorio colombiano contrasta con la acción de guerreros mesiánicos para quienes no existen límites éticos ni humanistas; su objetivo, desde diversos frentes o posiciones, es imponer a sangre y fuego su concepción del mundo. A su paso arrasan con comunidades que, pese a todo, se organizan y resisten. Hablamos de los tres actores armados de este conflicto: guerrillas, paramilitares y fuerzas regulares del Estado. Las guerrillas, que en sus comienzos fueron la respuesta a la intolerancia y a la violencia ejercida por las elites sobre quien se atreviera a disputarles el poder, desde los años ochenta entraron en un proceso de descomposición que las llevó al secuestro, la extorsión, la financiación a partir del tráfico de drogas y la intolerancia sobre todo lo diferente, lo que las condujo al asesinato de dirigentes populares que se oponen a sus políticas, a los bombardeos, a los atentados personales y al arrasamiento de poblaciones campesinas, indígenas y negras. Los paramilitares, nacidos en esos años ochenta de una funesta alianza entre narcotraficantes, militares y empresarios del campo y las ciudades, han basado su poder en la intimidación y el miedo, ganando influencia a través de las masacres, el asesinato selectivo y el desplazamiento de poblaciones enteras. Incluso sectores dirigentes que durante años los apoyaron o se hicieron los de la vista gorda frente al accionar paramilitar, hoy se muestran sorprendidos porque este Frankenstein que contribuyeron a crear es un nuevo sector de poder, respaldado por los dineros del narcotráfico y el miedo que producen sus sanguinarios soldados, y se afianza cada vez más en el país como poder hegemónico, asociado con sectores tradicionales de la dirigencia que, con el fin de mantener sus privilegios, no dudan en consolidar estas alianzas que dan como resultado la emergencia de una clase dirigente más rapaz y con menos ética aún de la que ha gobernado el país desde hace casi 200 años. El tercer actor, el actual gobierno, no se queda atrás en sus políticas mesiánicas, que lo llevan a descalificar a quienes lo critican y a quienes se atreven a realizar acciones que enfrentan sus políticas autoritarias. Ya en el año 2003, frente a críticas de sectores intelectuales y defensores de los derechos humanos plasmadas en el libro El embrujo autoritario, el presidente Uribe habló de «escritores y politiqueros que finalmente le sirven al terrorismo y que se escudan cobardemente en la bandera de los derechos humanos»3. Y meses antes de la masacre contra dirigentes de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, el presidente Uribe señaló, el 7 de mayo del 2004: «San José de Apartadó es un corredor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y algunos dirigentes de la Comunidad de Paz de San José, conjuntamente con las organizaciones internacionales acompañantes, están obstruyendo la justicia»4. Luego de la masacre —en la que a comienzos de febrero del 2005 asesinaron a ocho campesinos, entre ellos un niño de escasos dos años de edad, cuya cabeza se desprendió del cuerpo por efecto de un garrotazo—, de la cual los propios habitantes de la región sindican a miembros de las fuerzas armadas del Estado5, no hubo rectificación del gobierno, ni siquiera pésame para los familiares de los asesinados, sino que, por el contrario, continuó denunciando sus supuestos nexos con la guerrilla6, envió fuerzas regulares a la zona y prosiguió el hostigamiento y la persecución contra los integrantes de esta comunidad de paz7, que sólo pide que los actores del conflicto, cualesquiera que sean, no se entrometan en su territorio y en sus asuntos. Cabe señalar que si hago énfasis en datos relacionados con el actual gobierno es porque al presidente Uribe Vélez se le eligió democráticamente para gobernar el país, bajo el mandato de defender la vida, honra y bienes de todos los colombianos, no de un sector de ellos. Y que si lleva a cabo su política de acabar la guerra con más guerra, que muchos no compartimos, tiene por lo menos la obligación de ceñirse a la ley y a las instituciones democráticas, y no puede o no debe hacer sindicaciones a organizaciones populares o a líderes sin tener elementos legales que las sustenten, y menos con el agravante de que sectores paramilitares que simpatizan con él y del ejército que sigue sus órdenes, pueden sentirse —o se sienten— con las manos libres para actuar frente a las sindicaciones irresponsables lanzadas por el primer mandatario y algunos de sus funcionarios y allegados. Hay que agregar que dos periodistas críticos que hurgaron en el pasado del presidente Uribe y sus relaciones con el narcotráfico han tenido que irse del país por amenazas de muerte: Fernando Garavito, columnista de El Espectador, y Daniel Coronell, columnista de la revista Semana y director del informativo de televisión Noticias Uno, quien un día antes de partir para su exilio dijo sobre el presidente Uribe: «Hay unos aspectos de su pasado que él no ha aclarado suficientemente. Y cada vez que alguien le pregunta sobre eso, entra en cólera y criminaliza al que está preguntando, pero no responde»8. Coronell investigó las amenazas y encontró que parte de ellas —una en que le describían la rutina de su hija y de cómo se la devolverían en pedacitos después de hacerle lo que le iban a hacer— provenía del computador de Carlos Náder Simmonds, un oscuro político relacionado con el narcotráfico, amigo del presidente Uribe. Ante las denuncias, el presidente dijo sobre Náder: «Es muy simpático, divertido, ha sido una persona querida conmigo, con mis hijos, y mis hijos le han tenido cariño» (El Espectador, 21 de agosto del 2005)

Atropellos y seguridad democrática Dentro de la llamada política de seguridad democrática, el gobierno del presidente Uribe diseñó dos acciones perversas y antidemocráticas, estrechamente relacionadas entre sí: las detenciones masivas a lo largo y ancho del país, en las que luego de pasados varios meses y de sindicar a cientos de personas de subversivas, a la gran mayoría de ellas las ponen en libertad por falta de pruebas, pero nadie les devuelve la credibilidad y la honra perdidas. Estas detenciones se producen en buena parte como resultado de la segunda acción, la política de informantes pagos, que lleva a que informantes señalen o acusen a determinados ciudadanos, que son detenidos sin fórmula de juicio, y a cambio de ello reciben gruesas sumas de dinero. El más reciente desenlace de una detención masiva ilustra bien esta práctica: en desarrollo de una de las capturas masivas —que llegan a 77 en lo que va corrido de este gobierno—, el 27 de septiembre del 2003, al amanecer, policías, soldados y agentes de la Fiscalía se tomaron las calles de la población cafetera de Quinchía, Risaralda, durante la llamada Operación Libertad, y sacaron de sus casas a 117 personas, entre ellas a un ciego de 76 años sindicado de cuidar armas, al alcalde electo y a importantes trabajadores de la comunidad, acusados de subversión por informantes anónimos; uno de los retenidos murió en la cárcel. El pasado 2 de agosto pusieron en libertad a la mayoría de ellos: sólo quedan seis detenidos. Ya se anunciaron demandas por más de $12 mil millones contra el Estado (plata que pagaremos los contribuyentes) y es muy difícil que estas personas, atropelladas y mancilladas, recuperen la confianza en el gobierno y sus instituciones9. Este tipo de acciones, en las que fuerzas armadas del Estado atemorizan poblaciones enteras, tienen un solo nombre: terrorismo de Estado. El caso de la ciudad de Barranquilla es otro ejemplo de lo que ocurre en varias zonas del país. Precisamente un año después de que declararan su carnaval «Obra maestra del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad», detuvieron al sociólogo, profesor universitario y defensor de los derechos humanos Alfredo Correa de Andreis, sindicado del delito de rebelión, producto de la denuncia de un informante pago. Lo pusieron en libertad por falta de pruebas y pocos días después, el 17 de septiembre del 2004, fue asesinado por sicarios. Meses más tarde el dirigente cultural Yamil Cure, creador y director de la comparsa Rey del Río del Carnaval de Barranquilla, y director de las agrupaciones Unicarnaval y Musicarnaval, fue denunciado por un informante y detenido con la misma sindicación de Alfredo Correa. Días después, luego de protestas y presiones, recuperó su libertad; salió del país de inmediato, para evitar correr la suerte de Correa de Andreis. Posteriormente, el 5 de mayo del 2005, la Casa Caribe de Solidaridad con los Pueblos, corporación fundada en 1995, dedicada en ese momento a la celebración de los 400 años de El Quijote, tuvo que cerrar sus puertas por amenazas que la sindican de estar aliada con la subversión. El mítico Caribe colombiano, tierra del color, la sensualidad, la alegría, el goce y la imaginación; territorio de creadores como García Márquez y Alejandro Obregón, está hoy en manos del paramilitarismo y sus aliados, que imponen sus leyes a sangre y fuego, como en la mayor parte del país. La esperanza es que las comunidades están sometidas por el terror y el miedo, pero sus corazones y sus mentes no están con los asesinos. Los ejemplos de los atropellos son incontables. •Comunidades del Chocó, en la costa pacífica, desplazadas por paramilitares, y según denuncias de las propias comunidades, con el apoyo de fuerzas regulares del Estado, para desalojarlos de sus territorios y sembrar masiva e ilegalmente palma de aceite10. •Los indígenas de Toribío, desplazados por la guerrilla de las Farc, su pueblo sometido a bombardeos y balas durante cuatro días, sin que las fuerzas regulares del gobierno pudieran poner orden, dentro de una guerra que el gobierno se niega a reconocer, y que la guerrilla, en forma inhumana y autoritaria, lleva a cabo sin tener el mínimo respeto por la población civil. •Los 119 habitantes de Bojayá muertos por efecto de una pipeta lanzada por la guerrilla de las Farc, que fue a parar a la iglesia donde se refugiaban del enfrentamiento que sostenían guerrilla y paramilitares. Ningún actor del conflicto respeta a la población civil. Ninguno acepta la autodeterminación de los pueblos indígenas, negros y campesinos. Al contrario, generalmente no hay grandes combates entre guerrillas, paras y ejército, sino que cada uno de ellos ataca a la población civil a su manera: los paras masacran y asesinan a quienes consideran simpatizantes, colaboradores o que simplemente viven en zonas de influencia de la guerrilla. La guerrilla asesina dirigentes indígenas o campesinos que no se pliegan a sus dictámenes y masacra cultivadores que trabajan en regiones paramilitares. Las fuerzas regulares del Estado actúan muchas veces como ejércitos de ocupación que hostigan, amenazan y asesinan a quienes consideran que no están incondicionalmente con ellos. Según la Organización Nacional Indígena de Colombia, han sido asesinados 66 indígenas en el último año, y sus cifras señalan como responsables de los atropellos a: 37,9% paramilitares, 24% fuerzas regulares del Estado, 15,2% guerrillas y 22,7% sin identificar. (El Tiempo, 20 de agosto del 2005, p.4). Estos actores de la guerra atentan a diario, sobre todo, contra las comunidades más desprotegidas. Los negros del Chocó, los indígenas nasa del Cauca, los arhuacos, koguis y arzarios de la Sierra Nevada de Santa Marta, los wayúu de La Guajira, los campesinos de los Llanos Orientales, el Caribe y Antioquia, por no citar sino algunas regiones del país, porque de la guerra no se salva ya ningún rincón del territorio, aunque estas comunidades resisten con la fuerza de la razón y de su cultura. Lo peor es que los actores armados se financian en buena parte con los dineros provenientes del narcotráfico, y así se logren acuerdos de paz parciales en algunas regiones con protagonistas de este desastre, si la droga sigue siendo ilegal continuará como el producto que ofrece mayor rentabilidad en el mercado mundial, por lo que habrá gente dispuesta a seguir traficando con ella y sembrando de sangre el territorio para alcanzar sus fines. Lo que toca el narcotráfico lo corrompe: políticos, empresarios, militares, periodistas, paramilitares y guerrilleros. Para terminar de completar el cuadro de la catástrofe colombiana, hay que señalar otros dos factores: el primero son los Estados Unidos, que a través del Plan Colombia trae al país instructores, contratistas armados y material bélico; somos el tercer país del mundo en recibir más ayuda estadounidense para la guerra, después de Israel y Egipto11. El segundo es el auge de la delincuencia común, que frente a la impunidad aumenta cada día.

La cultura como posición de vida Leyendo por estos días, a 60 años de la terminación de la segunda guerra mundial, el libro Las entrevistas de Nuremberg12, es aterrador ver cómo los más altos dirigentes del III Reich no se sienten culpables por los millones de seres humanos que asesinaron. Karl Dönitz, jefe de la marina y sucesor de Hitler, dice que sólo tenían opción entre el nacionalsocialismo y el comunismo, y que optaron por el primero. Y en la película La caída, Hitler señala enfáticamente que en la guerra no hay población civil. En ocasiones quienes están en el poder cometen atropellos, sienten que su poder no tiene límite y que esos atropellos son cosa menor frente a sus proyectos mesiánicos. Pero en el mundo todo cambia y todo se transforma, y las acciones de hoy, sus protagonistas y sus cómplices, son juzgados mañana por la historia y la justicia. En la Colombia de hoy unos dicen que cometen masacres y asesinatos selectivos para salvar el país del comunismo. Otros, que para defender la democracia todos los habitantes del país tienen que estar con el gobierno o son enemigos de él y usan arbitrariamente el poder del Estado para imponerse, y los últimos matan a dirigentes populares dizque en nombre del pueblo. Puede ser una visión descarnada de la realidad, pero es necesario hacerla. Esta maravillosa población mestiza, mulata, indígena, negra, llena de vida, ingenio y creación, está en peligro. Y de esto hay que hablar cuando nos referimos a la diversidad cultural y a los peligros que la acechan. Hay que hablar de la impotencia de una sociedad civil perseguida y fragmentada, del desasosiego del ciudadano común hastiado de la guerra que no sabe qué hacer ni qué camino tomar para oponerse a los asesinos; de esa opinión pública desubicada que camina hacia el sol que más alumbre y hoy está con quienes son elegidos por promesas de paz que no cumplen, y mañana está con quienes prometen más guerra pero tampoco logran acabar con el desangre, porque dejan a un lado las raíces sociales, de exclusión, inequidad y corrupción del conflicto. Lo único que tenemos es la palabra y el deber ético y moral de hablar sobre lo que nos duele y nos afecta. Por ello es importante recordar la figura de quien da nombre a este seminario, André Malraux, que, como otros intelectuales de diversas regiones del mundo, ha alzado su voz no sólo para ensalzar o criticar las obras de la creación y el arte, sino para tomar partido por la defensa de la democracia y de quienes son aplastados a diario por poderes políticos, militares y económicos. Así lo hizo Malraux en su lucha antifascista y anticolonialista. Porque la cultura no es sólo el arte sino el situarse de modo profundo frente a la vida y el mundo. Los trabajadores de la cultura, creadores, investigadores y funcionarios de entidades públicas y privadas, si de verdad quieren cumplir a cabalidad su función y su papel, no pueden desconocer el compromiso con su tiempo y no pueden guardar silencio cómplice sobre las atrocidades que ocurren en el mundo, y menos en el territorio que los vio nacer y los acoge con generosidad. Decía Malraux: «El verdadero combate empieza cuando uno debe luchar contra una parte de sí mismo. Pero uno sólo se convierte en un hombre (o en una mujer, habría que agregar) cuando supera estos combates». Esa parte de nosotros mismos que tenemos que superar es lograr abrir los ojos frente a esta realidad, tener la valentía de enfrentarla, narrar la guerra con el fin de exorcizar los demonios y encontrar caminos de tolerancia y entendimiento que permitan superar este conflicto, el mayor atentado contra la diversidad cultural en Colombia.

Notas * El objetivo último de la vida es ser felices. Pero la guerra, el hambre, la ignorancia y el ansia de poder le quitan espacio a la felicidad. Por eso hay que gastar tiempo, palabras y esfuerzos preciosos para hablar de algo cada vez más estéril como la guerra, y de quienes a través de la guerra y la manipulación de los guerreros tratan de perpetuarse en el poder con el fin de imponer su visión única de la vida y el mundo. 1. Agencia EFE, Terra, actualidad, 05-05-2005. «Mundo cultural pide que la diversidad sea pilar del derecho internacional». 2. http://www.prodiversitas.bioetica.org/cultural.htm. 3. El Tiempo, 9 de septiembre del 2003, p. 5. 4. Cita tomada de la resolución del 17 de noviembre de 2004 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. 5. «Epílogo de una jornada triste». Pronunciamiento de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, 25 de febrero del 2005. 6. eltiempo.com, 22 de marzo del 2005, «Comunidad de Paz de San José de Apartadó rechaza acusación de Álvaro Uribe sobre nexos con las Farc». 7. Denuncia de hostigamiento de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. 8. El Tiempo, 14 de agosto del 2005, p.16. 9. El Tiempo, 3 de agosto del 2005, p. 4; 5 de agosto del 2005, p. 18, editorial. 10. «Auxilio, auxilio, auxilio», pronunciamiento del 27 de abril del consejo comunitario del Jiguamiandó y comunidades del Curvarado. 11. Revista Número, edición 37, «Cultura y guerra. Colombia y Estados Unidos», Guillermo González Uribe. 12. León Goldensohn, Las entrevistas de Nuremberg, Madrid, Editorial Taurus, 2004.

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