Héctor Aceves. Explorador, aventurero y fotógrafo

Por Guillermo González Uribe

Recuerda que su cabeza reducida de indígena jíbaro, que le había costado tanto tiempo y trabajo conseguir, se convirtió en polvo al estar en contacto con otras cabezas no originales que sudaban. Al rato habla de cómo, en su tercera expedición al África, tuvo que cambiar los colmillos del elefante que cazó por película fotográfica: «Eso de cazar elefantes no es un orgullo, pero en esa época -años cincuenta- si ibas al África era casi obligación participar en un safari». Y ríe a carcajadas contando las peripecias que vivió cuando, luego de pelear en Europa durante la segunda guerra mundial, para no volver al cuartel a no hacer nada, se ofreció como soldado voluntario en la Alemania ocupada y montó un espectáculo de vodevil que dio comida a artistas alemanes y diversión a soldados estadounidenses.

Héctor Acebes es un explorador colombo-español-estadounidense. Si no fuera por sus maravillosas fotografías, los recortes de prensa, el tono y la forma como cuenta historias, sería difícil de creer que a una persona le toque vivir lo que ha vivido este hombre, y que a un ser humano le alcance la vida para lo que le ha alcanzado a él. Y además que esté aquí en Bogotá, caminando cuatro kilómetros al día, contando historias reventado de la risa, cocinando ponqués de chocolate con maní en su casa mientras espera a ver si puede volver a hacer expediciones por Colombia, o por otro país, para observar, gozar, tomar fotos y filmar películas. Por ahora charla, cuenta historias -las cuenta en un castellano impregnado de palabras y giros tomados del inglés-, toma fotografías en estudio, copia en el laboratorio, hace planes y ni se da cuenta de que ya casi llega a los ochenta años de edad, pues conserva la vitalidad de la juventud.

EL COMIENZO

La historia de Héctor Acebes comienza en Nueva York. Su padre, un estadounidense de origen español que llegó con la emigración europea de la primera guerra mundial, vivía en Nueva York y trabajaba como agente viajero para una firma de productos farmacéuticos. En una de sus correrías conoció a una bella antioqueña, que luego sería su esposa. Héctor, su hijo mayor, vivió desde pequeño entre Colombia, España y Estados Unidos. Su abuelo materno fue el fundador de la Fábrica de Hilados y Tejidos Monserrate, situada en la calle 13, en el sector industrial de Bogotá.

Estudió ingeniería «porque había que estudiar algo -señala-, pero desde siempre yo quería hacer películas y fotografías». Ese gusto empezó cuando tenía doce años y los Reyes Magos le trajeron de regalo una cámara Kodak de cajón: «Comencé a hacer fotografías -dice- y notaba que a mí me salían mejor que a los otros muchachos, que las mías tenían mejor composición». Luego, cuando estaba en high school en la New York Military Academy se unió al club fotográfico, donde aprendió a revelar y a copiar.

Lo de las expediciones lo tuvo claro a los 16 años, en la casa de un tío: «Allí vi una revista Popular Mechanic -relata- que traía en la portada una especie de jeep de esa época cruzando un río, y un hipopótamo que se quería comer a los exploradores. Me dije que eso era lo que quería hacer en la vida. Así se combinaron una serie de cosas: la fotografía y el cine, pues yo también filmaba, con mi afición por los pueblos primitivos, la selva, el paisaje exótico, la aventura».

Inició sus viajes de exploración siendo aún joven: «En una de mis estadías aquí en Colombia fui a los llanos en compañía de un médico español, en plan de cacería. Cacería de animales -aclara-, porque hubo una época en los Llanos Orientales en que los colonos le ofrecían a uno ir a cazar indios. ¡Qué bestialidad! Después empecé a organizar expediciones por mi cuenta, y descubrí que las podía financiar con las fotografías y las películas que hacía durante los viajes».

En los años cincuenta Héctor Acebes vivió holgadamente gracias a las giras que hacía por los Estados Unidos con conferencias, películas y fotografías: «Todo comenzó en un viaje a Colombia -rememora-. En el avión me encontré con un estadounidense que tenía una compañía de relaciones públicas en Nueva York y venía aquí a visitar unos clientes. Comenzamos a hablar y de inmediato hubo empatía. Nos volvimos muy amigos. A él le gustaba todo lo que yo hacía y fue promoviendo las cosas para mí, como el libro Orinoco Adventure, y me ayudó para que dictara conferencias en los Estados Unidos sobre mis viajes, mis expediciones. Fue una cosa que tuvo muchísimo éxito; los teatros se llenaban: el Town Hall de Nueva York, el Town Hall de Chicago. Todo esto se hacía por medio de una agencia que se dedicaba a promover conferencistas. Pagaban bien, pero era agotador. Tú sabes que en Estados Unidos todo es plata, entonces estas agencias organizaban la gira: mañana en Chicago, pasado mañana en Toronto, después en Nueva York. Uno andaba a las carreras, de avión en avión, y había veces en que yo llegaba al escenario cinco minutos antes de que se abriera la cortina; ¡cinco minutos antes y ese teatro lleno! Yo pensaba: el día que les falle esta vaina, que llegue uno media hora tarde, ¿qué pasa?».

 

Nos movemos de un lado a otro en su casa-estudio-laboratorio. Aquí la ampliadora de blanco y negro, allá las cámaras; en el estudio de abajo luces y fotografías en las paredes, en el estudio de arriba la moviola junto con las clásicas cajas amarillas de papel en las que tiene clasificadas sus expediciones. De una de ellas extrae recortes de periódicos y revistas: «Mostraba películas y hablaba, pues eran películas sin sonido, en color, que yo narraba. Estuve dictando conferencias con mucho éxito durante siete años, pues en esa época éramos pocos los viajeros que hacíamos esto, y en Estados Unidos era algo nuevo. Tanto que en un periódico de California – lo muestra- salgo como noticia en primer plano por una conferencia que di; ¡habiendo cosas más importantes! Hoy en día es distinto; hay muchas personas que viajan por los sitios más desconocidos del mundo».

e la fotografía pasamos a hablar de las expediciones, y viceversa: «También hago fotografía en color, pero el blanco y negro lo puedo manipular fácilmente en el laboratorio, mientras el color, si no es un gran volumen, no resulta rentable, pues es sumamente costoso. Para blanco y negro puedes mezclar las fórmulas al volumen que necesites, y no estás botando químicos a cada rato. El blanco y negro es extraordinario; no diría mejor o peor que el color, sino que son cosas diferentes. Por ejemplo, en la National Geographic ves fotografías muy buenas, y las reproducciones son perfectas. Lo mismo pasa con el blanco y negro, en el que también hay cosas maravillosas».

LAS EXPEDICIONES

Entramos entonces al Alto Orinoco: «Yo me metía en sitios considerados peligrosos; en una ocasión viajé al Alto Orinoco, donde ningún occidental había estado, aparte de un gringo, del que había leído que tuvo que salir corriendo porque le llenaron la canoa de flechas. Yo iba en plan de no agredir a nadie; iba a conocer a los yanomami, que eran prácticamente desconocidos. Llevaba doce peones venezolanos y dos indios jíbaros del Ecuador que había traído de la expedición que hice donde los reducidores de cabezas. Los había traído por una razón: al indio hay que conocerlo. Tú puedes ir con varios indios de cargueros o de acompañantes, te acuestas a dormir en una playa para seguir la expedición al otro día y de golpe te despiertas y ya no hay nadie; ellos no se dan cuenta de que uno queda indefenso, porque ese es su medio ambiente. Entonces me vine con estos dos jíbaros para no quedarme solo; ellos sin mí estaban perdidos, porque los tenía que regresar al Ecuador. Encontramos al primer yanomami y nos montamos en la canoa, y cuando él vio mi cuchillo de monte, lo señaló. Lo saqué y el indio me lo rapó; casi me baja estos cuatro dedos -levanta las manos y acaricia los dedos de una con los de la otra-, pero no había forma de reclamarle. Cuando llegamos a la orilla del río, cerca del pueblo, me dispuse a irme solo con los jíbaros y les dije a los demás que se quedaran ahí, porque si ocurría cualquier problema con alguno de los yanomami nos flechaban a todos. Allí estuvimos dos días y logré sacar, creo, las primeras fotografías que se hicieron de ellos. Pero se presentaron varios inconvenientes y no pudimos seguir».

Pasa el tiempo. La conversación avanza y frente a cada historia surgen preguntas sobre las formas de trabajo y los motivos de este aventurero: ¿cómo se acerca a las comunidades? ¿Por qué lo hace?: «Una cosa que ayuda mucho es que siempre me han gustado los niños. Un niño indígena o de la alta sociedad de París es la misma vaina; un niño es un niño, y ese contacto con los niños indígenas tal vez ayuda a tener una mejor relación con los adultos. Pero lo que me gusta fotografiar por sobre todo son las caras de las mujeres. No todas. Las caras bonitas, como de reinas de belleza, no me gustan. Me atraen las que tienen fuerza, carácter -y agrega, para aclarar las razones de su trabajo-: cuando salgo de expedición yo no voy en el plan de antropólogo porque no lo soy, pues ser antropólogo es observar ciertas costumbres, cierto modo de vivir, cierto modo de pensar de una comunidad. Yo voy especialmente por la aventura. Es interesante ver qué va a encontrar uno, cómo es la gente, cómo viven y todo lo demás. Filmar y después contar en las conferencias las experiencias. Además uno muestra estas culturas porque son interesantes, porque sus valores y su moral son más elevados que los de los blancos de ahora. Ellos tienen sus reglas y su modo de portarse y su forma de ser particulares».

Llegamos al África: «He hecho tres expediciones grandes al África. La primera fue en el norte, en el Sahara, en 1948. Un año después viajé por África Central y en 1953 atravesé el África por donde sigue la línea negra del mapa -muestra el que tiene pegado en la pared y sigue con el dedo una línea que cruza en forma diagonal el continente africano-. Esta última fue la del jeep que mandé desde Nueva York».

Ecuador,1950; el Alto Orinoco, 1951; la Sierra Nevada, 1958, y los indígenas yucos, en 1960. «Estos últimos son los pigmeos, de quienes hicimos una película para la serie de televi-sión Expedition, de Estados Unidos, y después una versión de diez minutos para el cine de sobreprecio que hubo en los teatros colombianos».

 

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Para llegar a las historias de las expediciones es necesario remontarse a otras vivencias: «Estaba estudiando en el MIT (Massachusetts Institute of Technology) cuando empezaron a llamar a filas para la segun-da guerra mundial. A algunos cursos nos dejaron terminar el año, pero cuando acabamos el semestre fuimos reclutados. Recuerdo que a un compañero del MIT y a mí nos pusieron en un tren para Georgia; cogían a los muchachos y no los dejaban cerca de sus casas, para despren-derlos de su familia. Mi compañero en este tren estaba muy angustiado, pero en cambio yo ya había hecho expediciones. Le decía que no se preocupara, que esto sólo iba a durar cinco años -suelta una sonora carcajada- y al tipo más angustia le daba. Estuvimos en Camp Stewart, en Georgia, como ocho meses, en entrenamiento militar; a mí me asignaron a la artillería antiaérea. Luego nos mandaron a embarcar en Baltimore, cruzamos el Atlántico y llegamos a Inglaterra, a Southampton. De ahí tomamos otro barco de tropas para atravesar el canal y desembar-camos en Le Havre, donde las cosas comenzaron a complicarse; uno no conocía las ciudades ni los pueblos; uno no sabía dónde estaba. De Le Habre parece que pasamos a Bélgica. De ahí entramos a Aachen, que fue la primera ciudad alemana que tomamos, la cual quedó muy destruida pues la bombardeó la aviación y la atacamos con artillería. A mí se me infectó la garganta y llegó un momento en que no podía hablar ni comer. Entonces me mandaron a un hospital de retaguardia. Cuando regresé a mi unidad, después de estar fuera once días, no encontré a mis compañeros: estaban muertos. Creo que el único sobreviviente era yo».

Viene la pregunta: ¿cómo fue la experiencia de la guerra? «El cómo lo afecta a uno la guerra depende del carácter de cada quien, hay personas que se desbaratan y otras que no. Hay una cosa que le dicen a uno en el ejército apenas llega, y que no se olvida jamás: «Kill or be killed». Matar o morir, literalmente. Había tipos nerviosos que se descomponían por completo -ahora retorna a la historia-. Ocurrió luego que los alemanes no pudieron obtener más gasolina de los campos de los Balcanes, razón por la cual no podían volar los aviones y nosotros, la artillería antiaérea, nos quedamos sin funciones, así que nos unieron a la infantería como antitanques. Una vez terminada la guerra en Alemania, nos alistaron para mandarnos al Pacífico. Íbamos a embarcar en Marsella cuando se acabó la guerra. Entonces nos dejaron un tiempo en Alemania y nos iban dando de baja según el puntaje. Cada militar tenía puntos por el tiempo que había estado en el ejército, el tiempo que había permanecido en Estados Unidos en entrenamiento, el tiempo que había estado en combate. Cuando se obtenían los puntos necesarios nos daban de baja, nos mandaban a Estados Unidos y en cinco días estabas otra vez de civil. Yo me quedé en Alemania como seis meses más de voluntario en las fuerzas de ocupación, mientras alcanzaba el puntaje, porque no quería que me devolvieran a la rutina del campo militar. En esos seis meses me inventé un vodevil. Había muchos artistas alemanes, cantores, malabaristas, acróbatas que no tenían que comer y me dije: «Voy a organizarlos y a hacer algo con ellos». El ejército me dio un camión y un bus para llevar a los artistas a los diferentes puntos donde había tropas. Le escribí a mi suegra en Boston para que me mandara música estadounidense, y a vuelta de correo me envió música y partituras».

Detiene la charla mientras escarba en las cajas de sus recuerdos: «Mira, aquí está lo del vodevil en estos recortes del periódico del ejército. Ah, y aquí está esto -extrae otro recorte-. Encontré algo que andaba buscando para Francia, donde tengo un proyecto. Mira, marzo de 1954: en Le Figaro de París se publicó mi libro del Orinoco por capítulos».

Entre risa y risa, Héctor Acebes afirma que la vida sin humor no tiene sentido, «aunque a veces se me ha ido la mano. Me pasó con este libro sobre el Orinoco, que para buscar que fuera más ameno y poderlo llevar al cine, lo novelé, pero perdió seriedad. Aunque casí logro mi cometido. Recibí un telegrama de Columbia Pictures, del señor Stewart Granger, el actor que hizo Las minas del rey Salomón, quien iba a filmar con Grace Kelly aquí en Barranquilla algunas escenas de Green fire. Él quería entrevistarse conmigo para ver la posibilidad de convertir el libro en película, pero el error fue que quería filmarla en escenarios reales; yo lo desanimé cuando le dije que era casi imposible llevar una gigantesca cámara de color hasta el Alto Orinoco, y que mejor sería hacerla en otras locaciones. El tipo tenía otra película para escoger y yo mismo me clavé la espada. Mira, aquí, la expedición al Orinoco salió en la página 33 de Time».

Vamos de un lado a otro, de una vivencia a otra sin parar; se van hilando en la mente, en los recuerdos de este aventurero. Retornamos a Alemania. «Allí conseguí toda clase de artistas: desde uno tenor, pasando por un malabarista hasta llegar a violinistas y pianistas. Viajábamos con los dos vehículos por donde había tropa norteamericana y siempre encontrábamos un teatro o algún sitio donde hacer presentaciones. Así me salía de la rutina militar y yo era mi propio dueño, nadie interfería con lo que hacía. No ganaba plata, y los artistas tampoco, pero por lo menos comían, que ya era algo, porque en esa época, fuera de las tropas, los demás estaban fregados. Viajé por varias ciudades alemanas hasta que llegó el momento en que tenía suficiente puntaje para que me dieran de baja al llegar a los Estados Unidos. Regresé en un barco de tropa, y como hacía tanto tiempo que mi esposa estaba aquí en Colombia con la familia, me vine para acá antes de volver a Estados Unidos. Llegué enfermo; tenía brotes por todo el cuerpo y mi padre andaba preocupadísimo por esto. Al verlo así, le dije, riéndome: «Qué brotes ni qué cuentos, después de que le echan a uno bala durante un poconón de tiempo te vas a preocupar por esta cosa». No obstante me llevaron donde un médico que me diagnosticó sarna -habla entre grandes risotadas-. Eso era común en las trincheras y en los barcos de tropa porque todo el mundo se arropaba con las mismas cobijas; un cargamento de tropa llegaba y usaba esas cobijas, y enviaban otro y lo mismo».

ÁFRICA

Héctor Acebes regresó a los Estados Unidos a terminar su carrera en el MIT. Se graduó en 1947 y emprendió viaje a España con el proyecto de llevar al cine Los intereses creados, de Jacinto Benavente. Consiguió un productor interesado en el proyecto. Todo iba bien, pero el productor, quien también tenía una fábrica de productos químicos, quebró, porque el contador se voló con el dinero: «Y ahora ¿qué hago?, me pregunté. Como no conocía África me fui de viaje mientras decidía qué hacer. Estuve en el norte de África y quedé maravillado. Era como estar en Las mil y una noches, sobre todo en esa época. Filmé una pelícu-la y regresé a California, donde hice lo de las conferencias con proyeccio-nes, y como me iba bien adelanté más expediciones y más películas».

Dejó las conferencias y viajó a Colombia, donde rodó una película para Tríplex Pizano, que fue el comienzo de su trabajo en publicidad. Por un tiempo se dedicó a rodar películas de industria, comerciales y fotografía publicitaria. Llegó a hacer 45 filmes en Colombia, Ecuador y Perú, entre ellos los de la construcción de El Guavio, Chivor, El Cerrejón y el oleoducto norperuano: «A mí como ingeniero me gusta mucho ese tipo de trabajo, pero seguía con la goma de las expediciones. Así que me embarqué en el segundo viaje al África, esta vez a la parte central. Volé a París y de allí tomé el avión a Fort Lamy, que ahora se llama N’djamena, la capital del Chad. Estuve como un mes muy mal por el calor tan intenso que hacía. Ese viaje lo realicé una parte en camello y otra en camión o en lo que hubiera. Lamentablemente me di cuenta de que esa África que estaba fotografiando, todas esas maravillas que conocía, no durarían mucho».

De ese segundo viaje al África recuerda su experiencia como cazador: «Si uno iba al África, había que cazar leones o elefantes o algún tipo de animal, así uno no fuera cazador, era casi una obligación. En Ubangui-Chari (hoy República Centro-africana) entablé relación con un cazador profesional de los que acompañaban a los turistas en los safaris; para esto había que tener licencia, así que saqué una para cazar un elefante y un búfalo, que costaba 125 dólares. El cazador profesional le daba a uno un rifle especial que pegaba en el hombro durísimo. Él iba y conseguía el elefante -eso es algo que no se puede decir hoy-, y luego lo llevaba a uno. Íbamos con un brasileño que viajaba expresamente al África a cazar. Perseguimos al elefante entre la selva, incluso subiendo un cerro en donde me dio miedo porque si el animal caía para atrás, nos borraba a nosotros. Finalmente lo cacé: tenía grandes colmillos, tremendamente bonitos, pero como la película fotográfica se me había acabado, negocié con el brasileño el marfil de mi elefante por película para la cámara. Por ahí tengo la foto del elefante. Después vino la cacería del búfalo. Efectivamente, lo cazamos; mejor, lo asesinamos, porque eso de cacería no tiene nada. El guía, que era un judío belga que había salido de Alemania cuando empezó la persecución, mandó a hacer una comida con carne de búfalo cruda; luego de comerla me dio una diarrea tremenda y estuve enfermo no sé cuánto tiempo», agrega finalmente entre carcajadas.

Al ser consciente de que el África que veía no duraría mucho -era aún el África dividida en colonias-, preparó su tercera expedición. Compró un vehículo en Nueva York y lo envió a Dakar, a donde viajó a recibirlo para comenzar el tour. De nuevo vamos al mapa del África. Hay una línea que recorre el norte, otra el centro y una más que atraviesa África en diagonal. Héctor muestra sus tres expediciones, en las que visitó, entre otros países, Uganda, Congo, Camerún, Nigeria y Sierra Leona: «Todo eso era un negocio para mí; un negocio que me gustaba. Con lo que me pagaban por las conferencias, me financiaba. Ésta -la tercera expedición al África- fue la expedición más grande que hice; ésta y la del Orinoco. Duré casi un año, porque yo no iba a la carrera. Miraba. Observaba. En la carretera, allá en África, había lo que los franceses llamaban la tuile ondulée, o sea, la teja ondulada: se forma una ondulación por el peso de los vehículos, y entonces tienes que ir a cierta velocidad para que las llantas funcionen sobre los picos. Así iba y de golpe el carro se paró. Me bajé a ver qué sucedía, miré el carro y vi el eje de atrás partido -cuenta riéndose-. No había posibilidad de grúa y el pueblo más cercano era Kankan, en Guinea Francesa (hoy Guinea), así que dejé el carro cerrado con todos los equipos. Nadie tocó nada, aunque estuvo once días botado, hasta que conseguí una grúa para llevarlo al pueblo. Nadie robó ni un tornillo pues era la época de la administración blanca de mano dura. Un mecánico francés me dijo que necesitaba un eje nuevo, pero que allí no lo conseguiría. Tratamos en Suráfrica y en varios otros sitios, pero nada. Había cometido el error de comprar un jeep de transmisión sencilla y, claro, todos los carros que se usan en el campo son de doble transmisión. Entonces me tocó pedir el eje a Estados Unidos y en ese trámite tardé como un mes. Mientras tanto yo iba como antes, en camiones de un lado a otro sacando fotos. Me fui hasta el puerto de Conakry, la capital, pero no aguanté la humedad. A este sitio lo llaman el cementerio de los blancos, con toda la razón. Está uno con la camisa pegada al cuerpo todo el día y en la noche era incomodísimo dormir, puesto que por el alto grado de humedad no se evaporaba el sudor de la persona. Por fin llegó el eje, lo montaron y pude continuar el viaje».

Héctor no habla mucho de su relación con la gente que fotografiaba. Le insisto. Dice: «En ese momento mandaba el blanco en África. Yo llegaba a cualquier sitio y cuando me gustaba la cara de un indígena le decía «pónganse ahí» y tomaba la foto. Ellos lo hacían gustosos, porque yo los trataba muy bien. Hoy ya no se puede hacer esto. Claro, antes era una relación casi esclavista. A mí me impresionó mucho una vez que un señor, no digamos la nacionalidad, un blanco que vivía allá, me invitó a comer en compañía de su señora y de sus dos hijos pequeños. Había una mesa grande y en la mitad un abanico; a un lado estaba una joven indígena sentada y al otro lado de la mesa otra. Una jalaba y la otra jalaba, entonces no había motor que moviera el abanico, sino que mientras comíamos ellas jalaban de un lado para el otro. Pero lo que más me molestó fue que los sobrados, incluso del plato de los comensales, se los pasaron a las muchachitas que estaban abanicando. Claro que había también gente blanca que trataba muy bien a los indígenas. Hay tantas historias… Terminé la expedición al llegar a Nairobi, que ya era una ciudad grande, con buenos hoteles, donde conseguí cliente para el carro y lo vendí en seguida». Recuerda Héctor que las expediciones en Suramérica estaban mucho más a la mano, sobre todo cuando vivía en Colombia: «Tenía la selva ahí; no era más que coger un avión y listo. Para el viaje al Vaupés existía una compañía que se llamaba Aída. Tenía un solo avión que pi-lo-teaba un alemán. Como no había pista de aterrizaje, acuatizaba cer-ca de Mitú, de donde venía un bote a recoger la carga y a llevar los pa-sa-jeros. Yo contrataba gente o compraba un bote y me iba a hacer re-corridos y a fotografiar cosas interesantes. En la época de estas expedi-cio-nes me ayudaba mucho Gerardo Reichel-Dolmatoff. Siempre le preguntaba dónde había cosas interesantes para fotografiar. Él me contó de los yucos, y también de la Sierra Nevada de Santa Marta, que en esa época era completamente desconocida para el resto de los colombianos.

LOS REDUCIDORES DE CABEZAS

Algo que rondó un buen tiempo la cabeza de Héctor Acebes fue el viaje a donde los indígenas jíbaros, los reducidores de cabezas: «Quería hacer una película sobre ellos y conseguir una cabeza reducida. Los jíbaros del Ecuador son los únicos que reducen cabezas. Así que me fui en bus hasta Quito. Allí en el mismo hotel te ofrecían cabezas reducidas; ahí afuera había unos tipos que las vendían, pero no eran auténticas, porque esas las fabricaban los indios de Quito con cadáveres de gente muerta, para vendérselas a los turistas, porque en esa época, en los años cincuenta, mucha gente preguntaba por las cabezas reducidas. Compré unas en Quito, pero como quería internarme en la selva me fui al oriente ecuatoriano a una población que se llama Puyo y ahí conseguí un indio jíbaro civilizado, Severo, con su hijo, a quienes luego traje a Bogotá para ir al Alto Orinoco. Los contraté como guías para que me acompañaran y como él era jíbaro podía entrar a todas las jibarías y decirles a los indígenas que yo estaba interesado en una tsantsa, que así es como las llaman. Varios días después de nevegar en canoa llegamos a una jibaría en donde había una cabeza reducida, pero los jíbaros no admitían que la tenían porque ya para esta época esa práctica estaba prohibida por ley. Si los cogían con cabezas reducidas los metían a la cárcel. Severo me dijo que había que aguardar pacientemente. Al fin me la mostraron y la fotografié -es esa foto que viste-, y el muchacho que aparece ahí fue el que mató al otro -el que está en la foto con la cabeza reducida-. Nos contaron que son producto de venganzas entre grupos familiares, es decir, que si usted mató a mi hermano entonces yo tengo que matar a alguien de su bohío. Para hacer eso ellos van de madrugada a esperar que la gente salga de la choza a hacer sus necesidades y le caen encima al tipo, lo asesinan, le cortan la cabeza y huyen».

Acebes se explaya en la descripción del trabajo de los jíbaros: «Ellos no reducen el cráneo, y no lo pueden hacer porque es de hueso. Realizan un corte atrás y sacan el hueso; queda la piel con el pelo. Entonces la meten a hervir con unas hojas especiales que fijan el pelo para que no se caiga, y después, una vez que hierve, la cosen por donde hicieron el corte, así como también los ojos y la boca. Queda entonces como una bolsa en la que echan arena caliente y le van dando forma al cuero; con una piedra caliente van modelando la cara. Es como un zapato mojado que pones junto al fuego a secar; el cuero cede, se encoge, se vuelve maleable.

Es el mismo principio, o era, porque eso ya no lo hacen. Luego volví a la región de los jíbaros a filmar una película sobre un oleoducto y ya esas prácticas no se veían; la zona estaba llena de ejército y de policía. Cuando fui la primera vez era una región abandonada. Pero volvamos a mis cabezas. Yo me di cuenta de que esta cabeza original era diferente de las que había comprado en Quito. Aunque eran del mismo tamaño se veía cuál era auténtica y cuáles no, porque las que no eran auténticas sudaban. Severo me dijo que me podían cambiar la cabeza por mi rifle -yo llevaba un calibre 22, más que todo para cacería, para comer carne-, pero que sólo me la darían dentro de un año, porque ellos tenían que cumplir sus rituales. Les dije que me contac-taría con ellos a través de Severo y que haríamos el canje. Así sucedió».

La historia no termina acá. Héctor Acebes regresó a Bogotá con sus cabezas reducidas: «Con ellas hice una especie de vitrina aquí en el estudio, entre las bibliotecas, junto con unas cabezas reducidas de mico que traje. Pero un día que decidí cambiar el orden de las cosas, guardé todas las cabezas en una caja de cartón y la metí en mi clóset. Al cabo de un tiempo me acordé de las cabezas. Las busqué, abrí la caja y, polvo eres y en polvo te has de convertir -dice riendo-. Creo que como las cabezas de Quito sudaban constantemente una especie de grasa, generaron algunos microbios o no sé qué, que se tragaron todas las cabezas, y me quedé sin mis cabezas después de todo ese trabajo. Ese es el fin del cuento de las cabezas».

 

Las historias de Héctor Acebes no tienen fin. Su secreto es que siempre ha hecho lo que ha querido, y que tiene gran sentido del humor, aunque ahora ve restringidos sus viajes por Colombia debido a la guerra. Espera respuesta a algunas propuestas que ha presentado, pero tiene más esperanza en el proyecto de una gran expedición con un grupo de franceses. Él es un hombre sano, longevo, que hace ejercicio a diario desde los catorce años de edad. Se aterra un poco porque cada día ve cómo desaparecen sus amigos y conocidos, aunque no le teme a la muerte: «Creo que este mundo ha sucedido muchas veces. O sea, llegará un momento en que la misma tecnología, el mismo hombre se va a destruir a sí mismo y, entonces, todo volverá a empezar. Dentro de diez millones o cien millones de años habrá otro Bill Gates que volverá a descubrir el computador y otra vez ocurrirá la misma vaina».

Religioso no es. Ve el mundo con sus miserias y se pregunta: ¿dónde está Dios? A Bogotá, la ciudad que habita, la encuentra caótica, aunque con leves mejorías, y añora la década de los cuarenta, cuando todo el mundo era amigo de todo el mundo y la gente se trataba con amabilidad. La violencia lo tiene hastiado, como a la mayoría de los colombianos; por eso, para no deprimirse, dejó de leer la prensa y de ver televisión nacional. Simplemente hojea los titulares y se asquea.

Vamos terminando la charla. Dice: «Hay gente que llega a cierta edad y piensa que ya no sirve para nada, eso es como muy latino. Yo por ejem-plo me di cuenta de que voy para los 80 años porque me lo dijo un ami-go. Yo no lo había notado porque sigo igual de activo que cuando te-nía 20, y no sufro de ninguna enfermedad. Como cosas saludables, me cui-do en eso de la comida y del cigarrillo, no guardo ninguna dieta en es-pe-cial, como frutas, verduras, poca carne, harinas sí, y soy muy goloso».

Lo único que añora, lo único que desea ahora es que cese la violencia para poder emprender nuevas expediciones.

 

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